Artritis Reumatoide

Por 8 julio, 2018 No Comments

La artritis reumatoide (AR) es una enfermedad inflamatoria crónica, de naturaleza autoinmune, caracterizada por la afectación simétrica de múltiples articulaciones y la presentación de diversos síntomas generales inespecíficos y manifestaciones extraarticulares. Librada a su evolución natural y en ausencia de tratamiento adecuado, la enfermedad puede causar, en fases avanzadas, importantes limitaciones físicas, así como un marcado deterioro de la calidad de vida.

La AR se manifiesta típicamente por dolor, tumefacción y rigidez o dificultad de movimiento en diversas articulaciones pequeñas y grandes. Los síntomas generales, que a veces preceden a las manifestaciones articulares y tienden a persistir durante toda la evolución del trastorno, incluyen básicamente cansancio, sensación de malestar, fiebre ligera, inapetencia y pérdida de peso corporal. Las posibles manifestaciones extraarticulares, que suelen presentarse cuando la enfermedad ya está establecida, afectan principalmente a la piel, los vasos sanguíneos, el corazón, los pulmones, los ojos y la sangre.

La AR es mucho más frecuente en el sexo femenino que en el masculino y suele aparecer en personas adultas mayores, pero puede iniciarse en cualquier etapa de la vida y afectar a cualquier persona, con independencia de la raza, el sexo y la ocupación.

El síntoma inicial más frecuente es la rigidez articular matutina (sobre todo en las articulaciones de manos y pies), que se presenta tras el reposo nocturno y comporta una notable dificultad de movimiento. La rigidez matutina se puede acompañar de cansancio, fiebre, pérdida del apetito y debilidad muscular, un cuadro que a veces aparece semanas o meses antes que el dolor y los signos que denotan inflamación articular, es decir, hinchazón, calor y enrojecimiento en las articulaciones comprometidas.

La evolución del trastorno es muy variable, ya que en algunas personas el avance de las lesiones se detiene de forma espontánea, mientras que en otras progresa a lo largo de toda la vida. Lo más habitual, sin embargo, es que el trastorno evolucione durante muchos años o a lo largo de toda la vida, con alternancia de períodos de exacerbación sintomática –o «brotes sintomáticos»– que suelen durar unas cuantas semanas o unos pocos meses y períodos de calma relativa o absoluta.

Durante los brotes sintomáticos, las articulaciones afectadas están hinchadas, tumefactas y calientes, resultan dolorosas y cuesta moverlas, sobre todo tras el reposo nocturno. En ausencia del tratamiento oportuno, estas agudizaciones tienden a ser más frecuentes y duraderas, de manera que las articulaciones afectadas van perdiendo progresivamente la movilidad, a la par que se van produciendo unas deformidades esqueléticas características. Sin tratamiento, lo más habitual es que la AR lleve a un importante deterioro de la funcionalidad y la calidad de vida.

El tratamiento de la AR consiste en una serie de medidas generales relacionadas con el estilo de vida, el reposo y el ejercicio, junto con una terapia farmacológica en la que puede emplearse una amplia gama de medicamentos; además, en algunos casos, se indica la aplicación de determinadas intervenciones quirúrgicas. Lamentablemente, aún no se dispone de un tratamiento que permita curar la enfermedad. Sin embargo, en conjunto, todas las medidas terapéuticas disponibles en la actualidad permiten aliviar los síntomas y mejorar el pronóstico, lo que supone un impacto muy positivo en la calidad de vida de los afectados.

Los mejores resultados terapéuticos se consiguen cuando se procede a un diagnóstico precoz y se establece el tratamiento en las fases iniciales de la enfermedad. También es muy importante que la persona afectada siga de manera rigurosa las indicaciones impartidas por los facultativos en las visitas de seguimiento periódicas que se programan, precisamente, con el propósito de controlar la evolución de la enfermedad.

1.1.1 Enfermedades autoinmunes e inflamación

Las enfermedades autoinmunes constituyen un numeroso grupo de trastornos en los que, por razones aún no bien esclarecidas, el sistema inmunitario, encargado de la defensa del organismo, reacciona contra tejidos del propio cuerpo a los que erróneamente identifica como extraños, como si representaran una amenaza.

Entre las diversas enfermedades autoinmunes, algunas afectan a una estructura corporal determinada, mientras que otras son sistémicas, pues las lesiones que causan involucran al conjunto del organismo. La AR corresponde a este último grupo, ya que el blanco de los ataques autoinmunes es el tejido conectivo, que cumple básicamente una función de unión y de sostén y que, por ello, se encuentra presente en prácticamente todas las estructuras orgánicas. Por esta razón, la AR también forma parte de las llamadas conectivopatías.

Pese a ello, en la AR, las lesiones afectan de manera especial a las articulaciones, aunque también son comunes las lesiones en la piel, los vasos sanguíneos, los huesos, los ojos y órganos tales como los pulmones y el corazón.

Células defensivas y anticuerpos. El sistema inmunitario tiene como objetivo proteger al organismo de elementos que representan una amenaza, como, por ejemplo, los microorganismos o las células tumorales. Entre los diversos componentes que forman parte del sistema inmunitario destacan los glóbulos blancos o leucocitos, que circulan por la sangre y se distribuyen por los distintos tejidos con la misión de ejercer una «vigilancia» constante: si detectan la presencia de un elemento potencialmente peligroso, intentarán eliminarlo mediante diversos mecanismos.

Existen distintos tipos de leucocitos, que actúan de diferentes maneras. Algunos se especializan en la detección de presuntos elementos extraños, otros son capaces de atacarlos directamente y otros, en cambio, fabrican unas proteínas específicas para neutralizarlos o inactivarlos. Estas proteínas se denominan anticuerpos.

La inflamación y los autoanticuerpos. La inflamación constituye la reacción defensiva fundamental que pone en marcha el sistema inmunitario ante una amenaza. Aunque en la reacción inflamatoria participan gran diversidad de elementos y mecanismos, el proceso inflamatorio puede resumirse de la siguiente manera: ante la detección de un elemento extraño potencialmente nocivo, las células defensivas emiten la orden de que los vasos sanguíneos de la zona en cuestión se dilaten, para favorecer así la llegada de un mayor número de células y elementos defensivos; pero junto a estos elementos, también llega un mayor flujo de líquido, por lo que la zona afectada se hincha, presionando y excitando las terminaciones nerviosas, generando así la sensación de dolor. Es por ello que la inflamación se suele manifestar por tumefacción, enrojecimiento, calor y dolor en la zona afectada.

En los trastornos autoinmunes, por razones aún no esclarecidas, las células defensivas no sólo desencadenan procesos inflamatorios inoportunos y a menudo persistentes, sino que también fabrican anticuerpos que reaccionan contra tejidos propios del organismo, por lo que se conocen como autoanticuerpos. Estos autoanticuerpos, junto a los procesos inflamatorios repetidos y persistentes, son los causantes de las lesiones características de los trastornos autoinmunes.

Existen varios autoanticuerpos más o menos específicos de la AR. Los más importantes son el factor reumatoide (FR) y los anticuerpos antipéptidos cíclicos citrulinados (anti-CCP). La identificación y valoración de estos autoanticuerpos, que se lleva a cabo mediante pruebas específicas en análisis de sangre, constituye uno de los aspectos más importantes que los médicos tienen en cuenta a la hora de establecer el diagnóstico, controlar la evolución e incluso perfilar el pronóstico de la AR.

En los últimos años se ha producido un gran avance en el conocimiento de los mecanismos y elementos involucrados en los procesos inflamatorios de los trastornos autoinmunes. En relación con la AR, se ha visto que una proteína conocida como TNF desempeña un papel esencial en la iniciación y perpetuación de la inflamación articular. Por ello, los modernos fármacos llamados biológicos, que actúan contra esta proteína, han comenzado a utilizarse en el tratamiento de la AR, lo que ha permitido mejorar de manera notable el pronóstico de la enfermedad.

1.1.2 Anatomía de las articulaciones

Las articulaciones son las estructuras en que se conectan los huesos y que proporcionan tanto movilidad como estabilidad a los distintos segmentos esqueléticos. Existen diversos tipos de articulaciones, unas fijas y otras, la mayoría, más o menos móviles. Las articulaciones móviles, que son las que se afectan en la AR, están formadas por los extremos de dos o más huesos y otros componentes no menos importantes, como son el cartílago articular, la cápsula articular y la membrana sinovial.

Los elementos básicos de la articulación son los huesos. La forma de los extremos óseos varía en cada articulación, y precisamente su correspondencia, es decir, su encaje, condiciona la movilidad de los segmentos esqueléticos involucrados. Pero las superficies óseas no están en contacto directo, sino tapizadas por una banda de tejido elástico, el cartílago articular, que evita las fricciones y su desgaste. En las articulaciones grandes, como las rodillas y las caderas, el cartílago articular tiene unos 3-4 mm de grosor, mientras que en las articulaciones de los dedos sólo tiene una fracción de milímetro.

La cápsula articular es una envoltura que, a modo de saco, engloba toda la articulación. Está formada por dos membranas, una externa, que es fibrosa y resistente, y una interna, que es más blanda y se denomina membrana sinovial. La membrana fibrosa está firmemente unida a los huesos que se vinculan en la articulación y proporciona estabilidad a la estructura; incluso, en algunos sectores sus fibras forman unas bandas que se fijan a los huesos, los ligamentos, los cuales garantizan dicha estabilidad.

La membrana sinovial tapiza la superficie interna de la cápsula articular y tiene la misión de fabricar un fluido viscoso, el líquido sinovial o articular, que rellena la cavidad articular y actúa como un lubricante que reduce el roce entre las estructuras de la articulación. Además, la membrana sinovial contiene células inmunitarias y, por lo tanto, tiene un papel destacado en la defensa de la articulación, por lo que constituye el lugar donde se producen las reacciones inflamatorias.

Figura 1. Principales componentes de una articulación móvil

1.1.3 Enfermedades reumáticas y «reuma»

Las enfermedades reumáticas constituyen un nutrido grupo de trastornos que afectan de manera genérica al aparato locomotor o sistema musculoesquelético –compuesto básicamente por los huesos, los músculos, los tendones y las articulaciones– y que no se relacionan directamente o de forma inmediata con un traumatismo, incluyendo las patologías autoinmunes que afectan al tejido conectivo.

Algunas enfermedades reumáticas pueden cursar con artritis, es decir, la inflamación de una o más articulaciones, como es el caso de la AR. Pero otras, en cambio, pueden afectar exclusivamente a los huesos, como ocurre en el caso de la osteoporosis, o bien se deben a un proceso degenerativo, como sucede en el caso de la artrosis, la dolencia reumática más frecuente.

La especialidad que se ocupa de estas enfermedades se conoce como reumatología, pero el término «reuma» no tiene un significado definido en la medicina actual. Tal término, que proviene del griego y significa «flujo», se empleaba antiguamente en el contexto de la denominada «teoría de los humores», cuando se pensaba que las enfermedades reumáticas se producían por el flujo de un humor hacia las articulaciones, provocando su inflamación. Hoy en día, los especialistas prefieren no utilizar este término.

Tabla 1. Principales enfermedades reumáticas

1.1.4 La lesión articular en la artritis reumatoide

Las lesiones articulares de la AR se producen a consecuencia de la artritis, es decir, la inflamación articular.

El inicio del trastorno corresponde a la inflamación de la membrana sinovial que tapiza el interior de la cápsula articular: se produce así una sinovitis, caracterizada por la proliferación de diversos tipos de células inmunitarias y por la producción excesiva de líquido sinovial, todo ello causa de las manifestaciones de la inflamación articular.

Con el paso del tiempo, la sinovitis se hace crónica: la membrana sinovial se engrosa y en su espesor se forma un tejido de tipo cicatricial invasor, conocido como pannus, que crece hacia el interior de la articulación y afecta al cartílago articular.

Si la enfermedad no se detiene, al cabo de un tiempo el pannus infiltra el cartílago articular e incluso afecta a los extremos óseos de la articulación, lo cual, sumado a la acción de los mediadores químicos producidos por las células inmunitarias, acaba por provocar erosiones óseas y osteoporosis (pérdida de densidad del tejido óseo). En estas fases avanzadas de la enfermedad, las lesiones articulares originan rigidez y deformaciones articulares.

Figura 2. Articulación con artritis reumatoide

1.1.5 Diferencias entre la artritis reumatoide y la artrosis

La artrosis y la AR son enfermedades reumáticas frecuentes, sobre todo la primera, y algunas de sus manifestaciones son similares, lo que puede generar confusiones y malentendidos. No obstante, tanto su origen como su evolución y tratamiento son muy distintos. Es conveniente que las personas con AR conozcan estas diferencias, puesto que ello les ayudará a evitar supuestos, a entenderse mejor con su equipo asistencial y, en definitiva, a controlar de manera más eficaz su enfermedad, dado que las estrategias terapéuticas que se aplican son distintas en uno y otro trastorno.

Causas. La AR es una enfermedad inflamatoria que afecta primariamente a la membrana sinovial, mientras que la artrosis es una patología no inflamatoria, pues corresponde a un trastorno degenerativo del cartílago articular.

Factores de riesgo. Ambos trastornos comparten algunos factores de riesgo, es decir, circunstancias que favorecen la aparición y la evolución de la enfermedad: el sexo femenino (ambos trastornos son mucho más frecuentes en las mujeres que en los varones), la predisposición genética (que es particular y distinta en cada trastorno), la menopausia y la obesidad. Sin embargo, otros factores de riesgo son bien distintos. Así, actualmente se considera que el tabaquismo, el estrés y las infecciones podrían contribuir a la aparición y progresión de la AR, mientras que en la artrosis son importantes la ocupación y la actividad profesional, así como la actividad física intensa, puesto que los movimientos repetitivos y la sobrecarga de las articulaciones favorecen el desgaste del cartílago articular.

Frecuencia. Según datos epidemiológicos de España, la AR sólo afecta al 0,5% de la población adulta, en tanto que la artrosis es mucho más frecuente: se estima que la padece alrededor del 24% de la población.

Lesiones. En la AR, las lesiones son provocadas por la inflamación, y no sólo se desarrollan en las articulaciones, sino que a menudo afectan a otros órganos y tejidos, como los pulmones, el corazón, la piel y los ojos. En la artrosis, en cambio, las lesiones sólo se producen en las articulaciones y no son de naturaleza inflamatoria.

Articulaciones afectadas. En la AR, las articulaciones más comúnmente lesionadas son las de las extremidades (en particular, las de los dedos de manos y pies, los tobillos, las rodillas, los hombros y los codos), que suelen afectarse de forma simétrica a ambos lados del cuerpo. En la artrosis, en cambio, las articulaciones afectadas con mayor frecuencia son las rodillas y las caderas, aunque prácticamente todas las articulaciones grandes y pequeñas pueden sufrir esta alteración, y además no es habitual que las lesiones sean simétricas a ambos lados del cuerpo.

Figura 3. Articulaciones afectadas en la artrosis y la artritis reumatoide

Síntomas y evolución. La AR suele evolucionar en forma de brotes sintomáticos, durante los cuales las articulaciones afectadas están inflamadas, duelen y presentan dificultad de movimiento, así como cierto grado de rigidez. El dolor suele durar toda la jornada, aunque tiende a intensificarse durante la noche y con el reposo. En cuanto a la rigidez, suele ser generalizada, es más intensa al levantarse y suele durar más de media hora. Además, son frecuentes los síntomas generales, como fiebre ligera, malestar, cansancio, inapetencia y pérdida de peso corporal.

En la artrosis, en cambio, el síntoma principal es el dolor articular, que suele intensificarse con la sobrecarga y el movimiento, mientras que mejora con el reposo. También es frecuente la rigidez articular, que se limita a la articulación afectada, aparece tras un período de inactividad, suele durar menos de media hora y desaparece rápidamente con el ejercicio. Además, la artrosis no provoca síntomas generales.

Tabla 2. Diferencias en el dolor y la rigidez articular en la artritis reumatoide y la artrosis

Formas de diagnóstico. En ambos trastornos se realiza un examen físico completo y se solicitan pruebas radiológicas. No obstante, para definir el diagnóstico de AR es necesario solicitar análisis de sangre y evaluar ciertos parámetros, tales como la velocidad de sedimentación globular (VSG), el factor reumatoide y realizar determinadas pruebas inmunológicas.

1.2 ¿A quién afecta la artritis reumatoide?

La artritis reumatoide (AR) es una enfermedad relativamente frecuente. Según datos estadísticos globales, afecta a entre el 0,3 y el 1% de la población, lo que significa que actualmente habría en todo el planeta entre 100 y 200 millones de personas que padecen este trastorno.

En España, según las encuestas epidemiológicas más actuales, la AR afecta aproximadamente al 0,5% de la población adulta, con lo cual habría, en total, más de 200.000 afectados. Cada año se diagnostican unos 10.000-20.000 nuevos casos.

La frecuencia de la AR no sólo varía entre los diversos países y regiones, sino también según el sexo y la edad. Así, el trastorno es tres veces más frecuente en las mujeres que en los varones y resulta mucho más habitual en las personas mayores que en los adultos jóvenes, con una edad de inicio más frecuente entre los 40 y 60 años de edad. En consonancia con estos datos, se estima que la AR afecta a alrededor del 5% de las mujeres mayores de 55 años de edad, entre quienes la enfermedad resultaría unas 5-10 veces más frecuente que en la población general. Pese a las precisiones apuntadas, hay que tener presente que la AR realmente puede aparecer en cualquier período de la vida, sin excluir la infancia ni la adolescencia.

Cabe matizar que la AR es más frecuente en quienes tienen cierta predisposición genética a padecerla, aunque ello no significa que los hijos y familiares de un enfermo tengan necesariamente, y por esta razón, un riesgo elevado de desarrollar la enfermedad.

También es más frecuente entre las personas en quienes presentan una proteína plasmática conocida como factor reumatoide, aproximadamente el 5% de la población general. Por ello, la detección del factor reumatoide forma parte de los análisis que se solicitan para realizar el diagnóstico y controlar la evolución de la enfermedad.

1.3 ¿Cuáles son las causas de la artritis reumatoide?

Aún no se conocen en profundidad las causas de la AR. Lo que sí se sabe es que se trata de un trastorno autoinmune y que en su origen intervienen causas o factores genéticos, así como causas o factores no genéticos.

Factores genéticos. Los factores genéticos incrementan el riesgo de que se desarrolle la enfermedad. Las investigaciones llevadas a cabo en los últimos años apuntan a que la AR es una enfermedad poligénica, lo que significa que son varios los genes que estarían involucrados en su origen. En concreto, se ha identificado la existencia de ciertos alelos (es decir, variaciones estructurales en los genes) que, por mecanismos muy diversos y complejos, podrían predisponer al desarrollo de AR.

La lista de los alelos estudiados es extensa, pero se ha constatado que algunos de ellos tienen un papel importante como marcadores de la enfermedad, lo que significa que pueden utilizarse para establecer el riesgo de aparición de la AR, para realizar el propio diagnóstico de AR e incluso para perfilar el pronóstico. Éste es el caso del denominado «epítope compartido» (EC), cuyos portadores tienen un riesgo 2,5-4,5 veces superior de desarrollar la enfermedad y que está presente en el 80% de las personas ya afectadas de AR.

Estos hallazgos genéticos podrían explicar el motivo por el cual la AR es más frecuente en algunos países y regiones, así como en algunas familias. Así, se ha visto que la posibilidad de que dos hermanos gemelos idénticos (con los mismos genes), portadores de los alelos que predisponen a la aparición de la AR, acaben efectivamente desarrollando la enfermedad se sitúa en el 30%. Además, se estima que, en conjunto, todos los factores genéticos se responsabilizarían del 60% de la causalidad de la AR.

Antecedentes de AR en la familia. En concordancia con lo expuesto, se considera que los antecedentes familiares de AR –el hecho de que padres, abuelos, hermanos o familiares cercanos de una persona hayan padecido o padezcan AR– constituyen un factor de riesgo a tener en cuenta. No obstante, conviene insistir en que los factores genéticos sólo son predisponentes, y no determinantes, lo que significa que una persona que sea portadora de algún rasgo genético que potencialmente favorezca el desarrollo de AR no necesariamente acabará desarrollando la enfermedad.

Factores no genéticos. Los factores no genéticos tampoco se conocen bien. Los más relevantes son las infecciones, las hormonas femeninas, el tabaquismo, el estrés, la obesidad y el tipo de alimentación.

Infecciones. Se ha postulado que las infecciones por diversos virus o bacterias podrían desencadenar la enfermedad o agravar su curso. Esta teoría se basa en que en algunas ocasiones la AR se ha presentado de forma similar a los brotes epidémicos, y también en que en décadas pasadas, cuando no se adoptaban tantas medidas higiénicas para prevenir las infecciones, la enfermedad era más frecuente, en particular entre las personas que habían recibido transfusiones sanguíneas. Esta teoría no ha sido demostrada, aunque es probable que en el futuro se encuentre una explicación más consistente al respecto. En cualquier caso, debe quedar claro que la AR no es una enfermedad contagiosa que se transmita directamente de persona a persona.

Hormonas femeninas. Al parecer, las hormonas femeninas, en particular los estrógenos, protegen contra la AR, ya que se ha constatado que tanto el consumo de anticonceptivos como el embarazo disminuyen el riesgo de que se desarrolle la enfermedad y reducen o retrasan sus manifestaciones, mientras que en el período posterior al parto y en la menopausia, cuando se reduce la actividad de estas hormonas, ocurre lo contrario.

Tabaquismo y estrés. Se ha encontrado una clara relación estadística entre el hábito de fumar y el estrés, de un lado, y el riesgo de desarrollar AR, sobre todo en las personas genéticamente predispuestas. Por ejemplo, se ha visto que, en muchos pacientes, las primeras manifestaciones y los brotes sintomáticos de la AR son precedidas por épocas de estrés y/o de incremento de consumo de tabaco.

Obesidad y tipo de alimentación. Se ha demostrado que la AR es más frecuente en personas obesas. No se ha podido evidenciar que alguna dieta en particular tenga un efecto sobre el riesgo o el pronóstico de la AR, aunque es probable que las dietas ricas en pescado azul contribuyan a disminuir la intensidad de la inflamación articular y que una alimentación sana en general resulte beneficiosa en la prevención de esta enfermedad.

Otros posibles factores causales. Actualmente los científicos investigan otros posibles factores causales, tanto genéticos como no genéticos, como es el caso de los cambios o mutaciones espontáneas en los genes que regulan la fabricación de las numerosas moléculas que intervienen en los procesos inflamatorios. Es probable que los resultados de estas investigaciones consigan explicar por qué ninguno de los factores mencionados anteriormente tienen una influencia determinante en la aparición y la evolución de la AR.

Jesús Machado | Equilibro Funcional · Tu Clínica de Fisioterapia en Sevilla [Los Bermejales]

 

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